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martes, 30 de agosto de 2011

El desarrollo ha muerto: viva la máquina del desarrollo. Achille Mbembe

A lo largo de la última década, la contribución financiera de Europa occidental al progreso económico de África no ha dejado de disminuir en términos reales y en comparación con la de otras grandes potencias como China. La paradoja es que cuanto menos dinero ponen los europeos sobre la mesa, más estrictas y severas se han vuelto las condiciones para acceder a esos exiguos fondos.

Lejos de estar guiadas por una ética del mutualismo, del reconocimiento y del respeto, las relaciones entre África y sus donantes occidentales se caracterizan por profundos niveles de desigualdad, desconfianza y, en cualquier caso, instrumentalización recíproca. En este brutal encuentro entre quienes tienen dinero y recursos pero casi ninguna idea buena o útil y quienes tienen algunas buenas ideas pero apenas dinero, África ha salido más frágil, más humillada y mucho menos capaz de responder de sí misma en el mundo.

Las intervenciones creativas y eficaces en el continente africano requieren pensamiento crítico y una exploración exigente, prolongada y meticulosa. También requieren un compromiso pleno con las cuestiones del sentido, el valor y el significado, una reconciliación del tecnicista mundo de los hechos con el rico mundo de los símbolos y la imaginación.

En lugar de eso, se nos ha llevado a creer que debemos escoger entre el sentido sin realidad y la realidad sin sentido. Se trata de una falsa elección que nos está impidiendo inventar nuestro propio futuro.

A decir verdad, sobre el terreno, el desarrollo como paradigma está funcionalmente muerto. Sin embargo, la máquina del desarrollo aún está viva. Sigue desembolsando abultados salarios a unos supuestos expertos, asesores, intermediarios y cínicos burócratas que detestan profundamente el continente, pero que se han vuelto adictos a él y a algunos de sus perversos placeres. Esas personas no podrían hacer una carrera en ninguna otra parte, salvo en África. No necesitan pensar, porque para ellos África es sencilla. Es, ante todo, una zona de emergencia y un fértil terreno para las intervenciones humanitarias. El futuro no forma parte de su teoría de África. Este continente es la tierra de un presente interminable, una acumulación serial de instantes que nunca alcanzan la densidad o el peso del tiempo humano o histórico. Con su miríada de auxiliares, clientes y cortesanos nativos, siguen repartiendo tragedias indecibles a los pobres y sus comunidades.

Esa fragmentación del tiempo, ese borrado de la historia como futuro, nuestro encarcelamiento mental en una interminable forma de presentismo, es lo que más me preocupa. A causa de ese impulso nihilista, nuestra lucha por llegar a ser plenamente humanos y superar la pobreza ha quedado reducida a una simple lucha por la subsistencia, por el sustento físico y la reproducción biológica.

La máquina del desarrollo sigue funcionando. Pero funciona en vacío. Esta vacuidad produce un gasto enorme. Por eso tiene que detenerse.

No soporto la idea de que la vida africana es simple vida desnuda, la vida de un estómago vacío y un cuerpo desnudo a la espera de recibir alimento, ropa y vivienda. Se trata de una noción muy arraigada en la ideología y la práctica del desarrollo. Se opone radicalmente a la experiencia diaria de las personas con el mundo inmaterial de la cultura.

Esta clase de violencia ontológica ha sido durante mucho tiempo un aspecto fundamental de la ficción del desarrollo que Occidente intenta imponer en quienes ha colonizado. Según dicha ficción, si queremos hacer habitable nuestro mundo, tenemos que elegir entre mente y materia, entre lo humano y la techné.

Para inventar el futuro, debemos resistir a esta forma de suicidio.

Achille Mbembe es un filósofo y politólogo de origen camerunés. Actualmente, es miembro del staff del WISER Institute de Johannesburg (Sudáfrica) y redactor de la revista académica Public Culture.

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